Hay momentos en que la vida no golpea, sino que desgarra. Momentos donde no se trata de levantarse, sino de aprender a respirar bajo el agua. Caídas que no pediste, heridas que no provocaste, dolores que nadie advirtió. Y aun así, sigues aquí.
No todo sufrimiento tiene sentido, y no toda adversidad se convierte en virtud. A veces lo que pasa simplemente duele. Y no hay metáfora ni lección que lo justifique. El alma se agota cuando incluso lo que amas deja de sostenerte, cuando todo lo que alguna vez te dio fuerzas se convierte en peso.
Este texto no pretende enseñarte a ser fuerte, porque no se trata de eso. Se trata de permitirte estar roto, sin vergüenza. De dejar de explicar tu tristeza, de soltar la obligación de rendir incluso cuando no puedes más. De dejar de mostrar que estás bien si no lo estás.

A veces, el acto más valiente no es persistir, sino detenerse. Decir “esto me duele”, y permitirte llorar sin sentirte débil. Porque resistir no siempre es luchar de pie: también es resistir cuando eliges no hacer nada, cuando decides simplemente seguir respirando. No somos invencibles. Y no deberíamos pretenderlo. Fingir que no pasa nada es otra forma de romperse.
A veces lo más revolucionario es abrazar tu cansancio sin culpa. Aceptar que el alma necesita descanso, no discursos motivacionales.
Y cuando por fin puedas alzar la vista —aunque sea solo un poco— verás que sigues aquí. No como antes, no como querías. Pero sigues.
Reconstruirse no es volver a ser el de antes. Es aprender a habitar tu nueva forma con ternura.