¿Trabajamos con sentido?
¿Aún queda prestigio en ser profesor? ¿Quién lo otorga? ¿Quién lo retira?

La pregunta duele, no porque la respuesta sea clara, sino porque muchas veces es innecesaria
En un país donde las jerarquías profesionales están más ligadas al ingreso que al impacto, la docencia ha ido perdiendo su brillo simbólico. Ya no se menciona con orgullo en reuniones familiares, ya no provoca asombro ni respeto social inmediato. A menudo se dice con pudor, con la voz un poco más baja: “Soy profesor”, como si hubiera que explicarlo, justificarlo.
Y sin embargo, ahí estamos. Ahí seguimos.
Cada año, miles de docentes entran a salas que no siempre tienen ventanas, a escuelas con techos que gotean, a jornadas que agotan y sueldos que humillan. La decisión de permanecer no se da por inercia ni por comodidad; se da, en muchos casos, pese al sistema. Ser profesor no siempre otorga prestigio. Pero quedarse, resistir, reinventarse, eso es otra cosa. Eso es carácter.
Muchos de nosotros no llegamos a la docencia por vocación mística o por una revelación juvenil. Llegamos por necesidad, por azar, porque un trabajo se convirtió en oficio, y el oficio en sentido.
Yo, por ejemplo, soy alguien que estudió Letras, Literatura, Lingüística. Quería escribir, pensar, dialogar con el mundo desde la crítica y el ensayo. No me interesó jamás la ficción, al menos no del todo. Pero me ofrecieron unos cursos de lenguaje reemplazando a otro profesor; entré a un aula y no me fui nunca más.
Porque descubrí algo que no se aprende en la universidad: el poder transformador del encuentro humano.
El aula no fue mi segunda opción. Fue mi destino torcido. Y eso lo volvió más profundo.
Lo triste es que este destino a veces se castiga. El sistema no reconoce trayectorias, ni talentos, ni historias. Premia el ahorro, no el impacto. Valora al que obedece más que al que transforma. Y así, muchos de los mejores docentes que conozco —carismáticos, cultos, generosos— deben irse. Porque no alcanza. Porque hay que pagar cuentas. Porque se cansan de pelear solos.
Se dice con frecuencia que quedarse en la educación es un acto de valentía. Pero ¿y si también fuera una forma de amor? No un amor romántico ni sacrificado, sino un amor lúcido, el que ve todo lo que está mal y, aún así, decide cuidar. Cuidar a los estudiantes, cuidar el oficio, cuidar incluso a los que llegarán después.

una misión
Quizá no se trate de prestigio: quizá se trate de legado
Ser profesor hoy no tiene la pompa de otras profesiones. No tiene los bonos, ni los ascensos rápidos, ni los títulos rimbombantes. Pero tiene algo que ninguna otra tiene: la posibilidad de tocar una vida con una palabra, una mirada o una pregunta. El sistema no premia eso, pero hay algo que sí lo hace: la memoria de los estudiantes. Y eso —aunque no cotice en ninguna AFP— es eterno.
No todos deben quedarse. Sería injusto exigirlo. También hay valor en retirarse cuando el alma ya no resiste. También hay dignidad en buscar otros caminos. Pero quienes deciden continuar, con miedo, con rabia, con ternura… lo hacen construyendo una vocación que ya no necesita prestigio externo. Porque la ha dignificado desde dentro.