Lo que enseñamos sin saber y lo que descubrimos sin querer
El espejo invisible del aula

Nadie puede ver el alma de otro sin, al mismo tiempo, enfrentarse a la propia.
Hay días en que el aula no es aula: es espejo.
No enseñas: te reflejas.
Creímos que educar era dar, mostrar, corregir, acompañar.
Y sí, lo es. Pero también —y quizás sobre todo— es revelación.
Uno no siempre lo nota.
A veces pasa lento, como una caricia que deja marca.
Otras veces es brutal: una palabra dicha por un estudiante que te quiebra, un gesto que te sacude, una pregunta que no estabas preparado para recibir.
Porque en el aula no solo enseñamos lo que sabemos:
enseñamos quienes somos.

La performatividad del aula: el yo escénico del docente
El filósofo Erving Goffman decía que todos, en sociedad, actuamos.
Nos montamos en un escenario y representamos roles. Y el aula es, quizás, uno de los escenarios más exigentes.
No hay forma de entrar ahí sin desplegar algún tipo de actuación: la del profesor firme, la del que motiva, la del cercano, la del erudito.
Pero el problema —o el regalo— es que los estudiantes huelen la mentira.
Perciben la disonancia entre lo que uno dice y lo que uno vibra.
Lo que Goffman no desarrolló —pero tú y yo sabemos— es que ese acto docente no es solo una máscara: es, muchas veces, la manera en que descubrimos partes nuestras que no conocíamos.
No es falsedad. Es búsqueda.
Uno se pone de pie frente a una sala y se convierte en lo que necesita ser… y a veces, por primera vez, se convierte en lo que realmente es.
El estudiante como interruptor existencial
Una vez una estudiante me preguntó:
“Profe, ¿por qué usted siempre está de buen humor aunque siempre seamos tan desordenados, no le molesta?”
No supe qué decir.
Pero supe que esa pregunta me había revelado.
¿Por qué vuelvo? ¿Qué me mueve? ¿De dónde viene esta obstinación?
El aula nos confronta.
Con nuestras decisiones, nuestras incoherencias, nuestros dolores no resueltos. El psicólogo Carl Rogers hablaba de la congruencia como eje de la relación auténtica.
Solo un docente congruente —es decir, alineado entre lo que piensa, siente y hace— puede generar un espacio de transformación.
Y eso no se logra con planificaciones ni con rúbricas:
se logra con humanidad, pero también con humildad.

El riesgo de mirarse (y dejarse ver)
El aula es brutal porque te expone. Y a la vez, es hermosa porque te revela.
Muchos huyen de esa exposición.
Se blindan con el contenido, con el PowerPoint, con el tono neutro, con el horario. Pero quienes deciden quedarse y mostrarse —aunque sea en una frase, en una historia personal, en una reacción genuina— están haciendo algo heroico: están enseñando a vivir.
Y en ese acto, el estudiante no solo aprende, sino que nos devuelve la mirada.
Y en ella nos vemos: a veces cansados, a veces incoherentes, a veces rotos, pero presentes.
La educación no cambia el mundo: te cambia a ti
Y a veces ese cambio es tan profundo que cuesta reconocerse, pero es ahí donde empieza el verdadero oficio de educar.
Paulo Freire decía: “La educación no cambia el mundo. Cambia a las personas que van a cambiar el mundo.”
Y yo creo que el aula cambia al profesor que cambia al estudiante que cambia al profesor. Es un ciclo. Una danza de espejos. Nada más ni nada menos que un juego de revelaciones; algo casi divino.
Uno no sale igual después de un año haciendo clases.
Ni siquiera después de una clase que dolió o en la que se desbordó o desbordó a otros.
Uno se pregunta, se evalúa, se ve.
Y cuando lo hace con honestidad, se transforma.
Y esa transformación, quizás, es lo más valioso que tiene este oficio.