La mirada a futuro

¿Estamos preparando a los niños para trabajos que aún no existen?
¿Estamos usando herramientas que pronto quedarán obsoletas, en escuelas que no han cambiado desde el siglo pasado?
Esta frase —que se ha atribuido a diversos autores— parece exagerada… hasta que dejamos de mirarla con resignación y la enfrentamos con lucidez. Porque sí: la escuela sigue enseñando certezas en un mundo que cada vez tiene menos. Sigue evaluando respuestas en un contexto que exige preguntas. Sigue planificando como si el futuro pudiera anticiparse. Pero, ¿Qué pasa cuando ya no hay mapas?

Aprender en la niebla: educar sin garantías
El siglo XXI nos lanzó, sin pedir permiso, a una nueva era: inteligencia artificial, crisis climática, cambios de paradigma, transformación laboral, polarización social. Todo a la vez. Todo veloz. La velocidad con que emergen nuevas tecnologías y problemas globales ha vuelto obsoleta cualquier pretensión de control total. El futuro no se puede predecir, apenas se puede intuir.
Y eso nos obliga a reformular la educación desde su base: ¿Cómo enseñamos cuando ni siquiera sabemos lo que los estudiantes necesitarán?
Aquí la respuesta no está en un nuevo currículo milagroso, ni en otro marco de habilidades. Está en algo más profundo: enseñar a pensar en la incertidumbre, a crear en el caos, a sostenerse emocionalmente cuando todo cambia.
Tres ejes para una educación hacia lo incierto
1. Enseñar adaptabilidad, no recetas
Ya no basta con entregar procedimientos. Hoy más que nunca necesitamos formar personas capaces de moverse entre incertidumbres, tolerar la ambigüedad, y reinventarse cuando el terreno cambia. La flexibilidad mental, la capacidad de desaprender y reaprender, será más valiosa que cualquier habilidad técnica fija.
2. Fomentar el pensamiento crítico y ético
Si el entorno cambia, las brújulas deben venir desde dentro. La educación debe volver al carácter, a las decisiones con sentido, al pensamiento autónomo. No podemos formar personas obedientes en un mundo que exige coraje para disentir.
3. Cuidar la salud emocional y la integridad interna
La ansiedad será el nuevo analfabetismo. Enseñar a habitar el presente con conciencia, a conocerse, a regular emociones y cuidar la propia salud mental no es un lujo, es una urgencia. Porque nadie crea nada valioso si vive en modo supervivencia.

El rol del docente: más guía que experto
El profesor ya no puede —ni debe— ser quien lo sabe todo. Su rol será más parecido al de un navegante experimentado que acompaña a quienes están aprendiendo a remar. No enseña el camino, enseña a caminar.
Esto exige dejar el miedo al error, desarmar el ego del docente tradicional, y atreverse a modelar vulnerabilidad: decir “no sé”, explorar juntos, fracasar y seguir.
Muchos sistemas educativos siguen obsesionados con “formar para el mundo laboral”. Pero ese mundo cambia tan rápido que, cuando lleguen, probablemente ya no exista como lo imaginamos. Por eso, no debemos formar solo para el mercado, sino para existir con dignidad en la inestabilidad. Para sostener proyectos propios, para reconstruirse cuando algo se quiebra, para liderar con juicio y sensibilidad.
El sistema educativo no puede seguir reproduciendo un pasado que ya no existe. Tiene que atreverse a formar para un futuro que aún no tiene nombre, que está por construirse, y que exigirá de cada uno algo mucho más profundo que conocimientos: identidad, pensamiento, presencia, y humanidad.
Porque al final, no se trata de saber lo que viene, sino de formar personas capaces de construir lo que venga. Y eso —en medio de tanta niebla— es tal vez la tarea más revolucionaria que aún nos queda.