Cuando educar incomoda: la soberbia de los padres y el silencio de los colegios

¿Cómo enseñamos, hasta “dónde” enseñamos?

Educar no es complacer. Es formar.

Y formar implica límites, coraje y resistencia.

Algo se rompió.
Hoy, cada vez más, el profesor camina con miedo.
Miedo de corregir, de llamar la atención, de exigir, de confrontar con sentido.
No por falta de convicción, sino por exceso de riesgo.
Porque cualquier intento por formar con firmeza puede ser visto como abuso, autoritarismo o falta de vocación.
Y mientras tanto, algunos padres —no todos, pero cada vez más— se sienten con el derecho de dictar cómo debe educarse, cómo debe hablarse, cómo debe tratarse.

¿Desde cuándo se instaló esta lógica?

Desde que confundimos amor con sobreprotección.
Desde que convertimos al niño en el intocable sagrado, al profesor en un servidor complaciente, y al colegio en una empresa que “debe adaptarse al cliente”. Pero la educación no es servicio al cliente, al menos no de ese modo, únicamente.
Es una responsabilidad mutua, una alianza entre hogar y escuela.
Y cuando una de las partes asume el rol de juez supremo, la relación se rompe.

La figura del apoderado todopoderoso

Hoy existen apoderados que cuestionan cada correo, que escriben con tono de amenaza, que llaman a reuniones solo para defender lo indefendible. Y lo más peligroso no es la crítica en sí —la crítica puede ser justa— Lo peligroso es la soberbia desde la que se hace. Porque esa soberbia no nace sola. Nace de una sociedad obsesionada con la validación inmediata, donde el hijo debe estar feliz siempre, aunque esa felicidad le impida crecer, frustrarse o respetar a otros. Hoy corregir parece violencia. Exigir parece abuso.
Y el amor real, el que educa con límites, parece una reliquia de otros tiempos.

Lo rastrero no es poner límites. Lo rastrero es evitarlos

Hay padres que justifican agresiones, faltas de respeto, incluso delitos.

Solo para que su hijo no se enoje.
Solo para no incomodarlo.
Solo para no asumir que también ellos fallaron.
Eso no es amor. Eso es cobardía.
Eso es el origen de las generaciones frágiles que vemos crecer.
Un profesor que amonesta con respeto, que confronta con altura, que busca el bien común aunque moleste… ese profesor es valiente.
Pero hoy, ese profesor está solo.

El silencio de los colegios

Los directivos lo saben.
Muchos de ellos piensan igual que sus docentes.

Pero prefieren ceder antes que enfrentar una denuncia, una funa, una amenaza legal. Y en ese silencio, pierden todos.
Pierde el estudiante, que no aprende a respetar. Pierde el profesor, que se desgasta y se calla.
Y pierde el colegio, que deja de formar… para solo administrar.
No hay comunidad sin coraje.
Y no hay coraje si cada palabra debe ser aprobada por temor a la represalia.

El llamado que ya no puede esperar

Si no detenemos esta lógica, si no recuperamos el derecho y el deber de educar con firmeza, seguiremos criando generaciones que confunden libertad con capricho, y empatía con debilidad.
Educar no es adaptarse a cada berrinche.
Es enseñar que los límites construyen, que la frustración es parte de la vida, y que quien te corrige no te odia:
te ama lo suficiente como para no dejarte caer.

Este artículo es un grito que muchos profesores no pueden dar.
Es también un espejo para los padres que aún creen que formar es una tarea colectiva, no una disputa de egos.
La educación debe recuperar su lugar.
Y el respeto al maestro, también.

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