¿Qué te falta, profe? El aula como espejo de nuestras carencias

¿Qué enseñas tú?

A veces no enseñamos lo que sabemos. Enseñamos lo que somos.

Y cuando lo que somos está roto… se nota.

Se siente. Se padece.
No se trata de atacar al docente. Este texto no es una acusación, es una radiografía íntima.
Una pregunta al hueso: ¿Qué estamos haciendo con nuestro dolor cuando educamos?

El aula no es solo un espacio físico, es un campo simbólico.

Ahí se cruzan historias personales, traumas no resueltos, miedos antiguos. Un aula puede ser un lugar de redención o de repetición. De reparación o de violencia. Y esa diferencia muchas veces no la marca la infraestructura… sino el alma del profesor.
¿Has visto a un docente gritar con odio? ¿A uno que humilla con una sonrisa sádica?
¿A uno que desprecia a sus estudiantes y parece odiar su trabajo?

Lo cierto es que, él o ella, no siempre fue así.
Ese profesor fue niño también.
Amó enseñar.
Pero algo se quebró.
Y no lo dijo. Y nadie lo notó.

La psicología del amargado silencioso

Los estudios sobre frustración crónica nos enseñan que el dolor no expresado busca otras salidas. A veces se convierte en enfermedad. Otras veces, en silencio.
Y otras… en agresión disfrazada de autoridad.
Nietzsche decía: “El que no sabe llorar con ganas, no puede ser justo”.
Porque el que no se permite sentir, no logra ponerse en el lugar del otro: y el que se endurece por dentro, se vuelve injusto con todos… incluso con los niños.

Dime qué te falta… y te diré cómo enseñas

A todos nos falta algo… ¿lo sabemos?

¿Te falta reconocimiento?
¿Te falta amor en casa?
¿Te falta tiempo para ti?
¿Te falta propósito? ¿Vocación? ¿Sueño?
No necesitas responderme a mí.
Respóndele a tus alumnos.
Ellos ya lo saben.
Los estudiantes son los primeros en percibir si estás ahí por compromiso o por castigo.
Si das la clase para sobrevivir… o para transformar.

¿Quién cuida al que educa?

No hay espacio real en el sistema para llorar/quejarse como docente.

Se espera que sepas, que actúes, que aguantes.
Que seas fuerte, líder, ejemplo, inquebrantable.
Pero… ¿Dónde se llora cuando uno se quiebra por dentro?
El burnout docente no es solo fatiga: es desesperanza, es desconexión. Es la sensación de que lo que haces… ya no importa.
Y cuando ese estado se vuelve habitual, la educación se transforma en rutina estéril. Y tú, en una sombra de lo que soñaste ser.

Educar no es desquitarse: la invitación final

El aula no es el lugar para vengarte del mundo.
Tampoco es el espacio donde puedas imponer tu trauma como castigo a otros. El aula es un lugar sagrado. Y si estás roto… tienes que saberlo.
Porque un profesor da mucho más que contenidos. Da mirada, voz, presencia, se da por completo.
Y si su mirada es fría, si su voz es áspera, si su presencia es amarga… los alumnos se lo tragan todo como si fuera verdad.
Esto no es juicio. Es una súplica.

Una súplica por tu alma y por la de tus estudiantes.
Haz terapia.
Pide ayuda.
Habla con alguien.
Reinvéntate.
Pero no sigas educando desde la herida sin haberla tocado.
Porque aunque no lo creas… los niños te están mirando.
Y aunque no te lo digan… saben si los amas o no.

Ser profesor no te obliga a ser perfecto.
Pero sí te invita a ser consciente.
Y si ya no puedes sostener la vocación… al menos no la ensucies.
Porque educar, en el fondo, es amar.
Y quien no se ama a sí mismo… termina dañando a los demás.

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