No es solo vocación. También es economía.

El sueldo docente.
Durante años se ha romantizado el trabajo docente como una especie de sacerdocio laico, una entrega absoluta que debe tolerar precariedad, desgaste y hasta violencia. Como si educar fuera una causa que no necesita condiciones. Como si bastara con el amor por enseñar para soportarlo todo.
Pero no basta.
Hoy más que nunca, el sueldo docente no puede seguir viéndose solo como una cifra de justicia simbólica. El salario que recibe un profesor es un mensaje claro sobre cuánto valor asigna la sociedad a la educación. Y ese mensaje, hoy, está desfasado, desgastado y profundamente desalentador.
Educación como mercado (aunque nos incomode)
La educación no es solo un derecho social. Es también —y esto es incómodo decirlo— un servicio dentro de un sistema productivo. Como tal, opera con reglas de mercado: hay oferta, demanda, competencia, diferenciación, fidelización, inversión, marca.
¿Y qué pasa cuando un sistema se sostiene en quienes están peor pagados dentro de su cadena productiva?
Pasa lo que estamos viendo: fuga de talentos, desgaste emocional, licencias psiquiátricas, pérdida de motivación y una peligrosa mediocridad tolerada por inercia institucional.
Según cifras del Centro de Estudios del Mineduc, el salario promedio de un docente en Chile es de alrededor de $1.100.000 líquidos mensuales, considerando jornada completa y experiencia. Para muchos suena bien. Pero compáralo con los sueldos de ingenieros comerciales o informáticos recién egresados, que fácilmente superan el millón y medio. Y sin contar que el trabajo del profesor no termina en la sala: sigue en casa, los fines de semana, en planificaciones, evaluaciones, reuniones, estrés acumulado.

¿Y si lo viéramos desde la productividad?
Aquí una idea que incomoda: si la educación es clave para el desarrollo del país, deberíamos tratarla como tal. Y eso implica adoptar lógicas de productividad, eficiencia y mejora continua. ¿Por qué no hablamos de retorno social sobre la inversión docente?
Invertir más en los mejores profesores, generar incentivos por impacto, desarrollar métricas de valor real. El sueldo, entonces, dejaría de ser un pago por horas y se convertiría en una estrategia de retención y excelencia.
Como dice Michael Barber, experto en reformas educativas: “Un buen sistema paga bien, pero sobre todo paga inteligentemente. No por presencia, sino por resultados.”
La educación pública necesita romper con el asistencialismo interno. No es sostenible pagar igual a quien se apaga cada semana; y a quien transforma una sala en un lugar de futuro.
El tabú del dinero
Durante años se nos ha hecho creer que hablar de dinero en educación es de mal gusto.
Como si pedir un sueldo digno fuera un acto de ego y no de justicia. Se asume que el profesor que pide más es menos vocacional. Falso. El que pide más quiere quedarse. Quiere aportar. Quiere construir una carrera sin tener que huir al sistema privado o a otra profesión.
La lógica actual ha hecho que muchos profesores vivan una doble jornada existencial: enseñan durante el día y sobreviven durante la noche.
Y lo más triste es que muchos lo aceptan, como quien asume que educar es una condena bonita, pero condena al fin.
Una propuesta de redignificación
No es solo subir el sueldo. Es cambiar el enfoque.
Es generar una política educativa con mirada de mercado inteligente, que:
1. Atraiga talento joven con salarios competitivos desde el primer año.
2. Retenga a los buenos con bonos por impacto real (no solo por años de servicio).
3. Genere movilidad horizontal entre docencia, gestión, mentorías, innovación.
4. Permita estabilidad económica y emocional, disminuyendo la carga invisible del trabajo no remunerado.

¿Por qué seguimos pagando tan poco a quienes sostienen el país?
No hay empresa que prospere despreciando a sus mejores talentos. Y Chile, como proyecto colectivo, necesita entender que el aula también es una inversión productiva. Que cada clase es una apuesta al futuro. Que cada profesor mal pagado es una grieta en la base del sistema.
El sueldo docente no puede seguir siendo un símbolo de sacrificio. Debe ser una estrategia de país.