El que no aporta, que se vaya: el costo estructural de tolerar la mediocridad en la educación

Un mal profesor no solo retrasa un curso. Retrasa un país.

La educación no puede permitirse el lujo de la mediocridad..

No cuando está en juego la formación de un pueblo, la dignidad de un sistema y el porvenir de un país. Y sin embargo, demasiadas veces, nuestras salas de clases siguen habitadas por profesionales que no enseñan, no aprenden, no se actualizan y, lo más grave, no se interpelan.

La educación ha sido, equivocadamente, tratada como un territorio de inmunidad: donde el mérito no se mide, donde los errores se tapan y donde el mal desempeño se tolera en nombre de una falsa estabilidad. Pero la estabilidad sin excelencia es apenas resignación maquillada. Y en educación, resignarse es traicionar.

Un sistema que protege al ineficiente

En Chile, como en muchos países, la carrera docente ha estado plagada de contradicciones. Por un lado, exigimos vocación, sacrificio, actualización y liderazgo. Por otro, se ha construido una estructura que, en muchos casos, protege al que no quiere mejorar y castiga al que exige más.
Las evaluaciones docentes, en sus múltiples versiones, han demostrado que hay profesores con bajos resultados persistentes, sin mejoras a lo largo de los años. Y sin embargo, siguen enseñando. ¿Dónde más pasaría esto? En ninguna empresa productiva, en ningún organismo de innovación, en ningún equipo de alto rendimiento se toleraría esto sin consecuencias.
Como advirtió Milton Friedman, “uno de los grandes errores es juzgar los programas y las políticas por sus intenciones y no por sus resultados”. Y si aplicamos esa lupa a nuestro sistema educativo, el resultado es claro: las intenciones están llenas de discursos nobles; los resultados, muchas veces, de simulacros y excusas.

El daño no es simbólico: es estructural

Un mal profesor no solo enseña mal. Moldea mal. Transmite desidia. Reproduce modelos arcaicos. Rechaza el cambio. E incluso, en muchos casos, daña emocionalmente a sus estudiantes. ¿Cuántos jóvenes han aprendido a odiar las matemáticas, el lenguaje o la historia por culpa de un docente incapaz de enseñar con humanidad o rigor?

Según John Hattie, en su monumental metaanálisis Visible Learning, el impacto del docente es uno de los factores más determinantes en el aprendizaje de los estudiantes, incluso por sobre el contexto socioeconómico o la infraestructura. ¿Cómo, entonces, seguimos tolerando a los que no aportan?
Michael Barber, asesor en políticas educativas, fue enfático: “La calidad de un sistema educativo no puede superar la calidad de sus profesores.” No se trata solo de números. Se trata de dignidad, pero de dignidad real. Se trata de justicia.

¿Y quién paga esto? Todos.

Así se gastan nuestros impuestos: tolerando al que no enseña, premiando al que no aprende, castigando al que quiere mejorar.

Cada peso invertido en un docente que no enseña, que no mejora, que no lidera, es un peso malgastado. Es dinero público diluido en frustración. Es talento nacional desperdiciado.
¿Y quién sufre las consecuencias? El estudiante. El colega comprometido que debe suplir las falencias del otro. El equipo directivo que no puede actuar con libertad. El apoderado que pierde la confianza. El país entero, que se atrasa sin saberlo.

¿Por qué no hablamos de esto con más fuerza? Porque molesta. Porque es políticamente incorrecto, porque se teme generalizar. Porque el gremio se cierra. Porque nadie quiere ser “el que persigue a los profes”.
Pero hablar de esto no es despreciar la docencia, es honrarla. Es pedir estándares altos no desde el castigo, sino desde la urgencia moral. No se trata de perseguir al débil, sino de señalar al que abusa de su impunidad.

¿Qué hacer?

La educación no puede ser refugio de los que no quieren rendir cuentas.

La respuesta no es fácil, pero sí posible. Seamos claros y seamos enfáticos:

-Revisión real del desempeño docente, con criterios justos pero exigentes.

-Incentivos económicos y profesionales para los que se destacan.

-Salidas claras y sin vueltas para quienes no cumplen ni desean mejorar.

-Formación continua real, no talleres obligatorios sin sentido.

-Liderazgos directivos empoderados, con herramientas para intervenir sin miedo.

La educación debe funcionar como los sistemas que respetan la productividad y el valor: al que aporta, se le apoya; al que no, se le exige o se le invita a salir. Sin rencor, sin odio, pero con claridad.

Porque no hay derecho

No hay derecho a dejar que otro año pase en manos de alguien que no enseña. No hay derecho a que generaciones enteras pierdan su fe en el conocimiento por culpa de quienes no saben, no quieren o no pueden formar. No hay derecho a que los impuestos de millones de personas se diluyan en sueldos sin resultados.
Lo más sagrado de una sociedad debe estar en las mejores manos posibles. Y hoy, aún no lo está.

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