En el corazón de cada sala de clases se libra una batalla silenciosa.
No por contenidos. No por rendimiento.

Por obediencia emocional.
“Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado.”
— George Orwell, 1984
Que cierto.
Nos enseñaron que educar era formar personas, pero lo que muchas veces hacemos —sin querer o sin saber— es formatear conciencias. Con el argumento del orden, el respeto y la buena convivencia, domesticamos. Y domesticamos con sutileza: premiamos al que calla, al que no cuestiona, al que asiente. Castigamos al díscolo, al que pregunta de más, al que habla distinto, al que incomoda.
¿Dónde quedó el pensamiento libre? ¿Dónde quedó la rebeldía constructiva?
Orwell en el aula
La educación chilena, y muchas otras en el mundo, funcionan como un sistema de vigilancia emocional. No necesitamos cámaras ocultas ni micrófonos en las paredes: basta con la mirada del docente que premia al obediente y castiga al inquieto. Basta con los informes de personalidad. Con los libros de clases que registran cada falta. Con los reglamentos de convivencia que confunden respeto con sumisión.
George Orwell imaginó un mundo donde el lenguaje era el principal instrumento de dominación. Hoy, a veces, también lo es la educación.
No se trata solo de lo que se enseña, sino de cómo se enseña y qué se sugiere como deseable. Un estudiante emocionalmente obediente —aunque esté intelectualmente pasivo— suele ser preferido por el sistema. Porque no incomoda. Porque no exige.
Byung-Chul Han lo llamó la sociedad del rendimiento, donde cada sujeto se autocontrola, se explota a sí mismo y se vigila en nombre del éxito y la positividad. Hoy, muchos estudiantes ya no necesitan que los disciplinen desde afuera: se ajustan solos al molde, con tal de no ser excluidos. Renuncian a su voz, a su duda, a su herida.

La libertad que no enseñamos
¿No se supone que educar es emancipar, que educar es entregar herramientas para pensar y cuestionar?
Entonces, ¿por qué enseñamos más reglas que ideas? ¿Más mecanismos de control que formas de libertad?
Hay profesores que hacen clases como si repartieran salvoconductos: tú sí puedes hablar, tú no. Tú sí puedes pensar así, tú no. La evaluación, el sistema de notas, los perfiles de egreso, todo parece decir: ajústate al perfil o quedarás fuera.
Así, poco a poco, la escuela se convierte en una fábrica de personas adaptadas. No necesariamente pensantes. No necesariamente libres.
Una pedagogía de la sospecha
Necesitamos una pedagogía de la sospecha.
Una que cuestione por qué ciertas emociones son premiadas y otras reprimidas. Una que indague por qué el enojo de un estudiante incomoda más que su indiferencia. Una que entienda que educar también es hacer lugar para el conflicto, para la diferencia, para lo impresentable.
Como docentes, no podemos seguir siendo operadores emocionales del sistema. No somos jueces del alma. Somos facilitadores del pensamiento.
Y eso, a veces, implica tolerar el desorden necesario que antecede a la claridad.
No más “ministerios de la verdad”
Educar no es domesticar.
Cada vez que decimos que un estudiante es “problemático” porque no encaja, estamos ejecutando —sin saberlo— un pequeño acto de totalitarismo. Estamos queriendo encajarlo. Normalizarlo. Corregirlo.
Pero, como dijo Foucault, “donde hay poder, hay resistencia”. Y la escuela debe ser ese lugar donde también se enseñe a resistir: al abuso, al miedo, al olvido de uno mismo.
Si la educación sigue orientada solo a lograr control, eficiencia y resultados, perderá su alma.
Educar no es producir obediencia: es activar humanidad.
No es repartir notas: es despertar coraje.
No es llenar formularios: es abrir mundos.
Y eso —amigo lector— es subversivo. Es orwelliano. Pero al revés.
