La obediencia como virtud: cuando el aula premia al que se adapta

La verdadera libertad consiste en el dominio absoluto de uno mismo.”
— Michel Foucault

En muchas escuelas, el peor pecado que puede cometer un estudiante no es copiar en una prueba, no es llegar tarde, ni siquiera no estudiar. El peor pecado es no adaptarse.
Decir lo que se piensa. Negarse a pedir perdón cuando no se ha hecho nada malo. Cuestionar la autoridad si esta se ejerce de forma injusta. Resistirse a una práctica pedagógica obsoleta. Todo eso convierte, en muchas aulas, a un estudiante en “problemático”.
Y eso no es un problema del estudiante. Es un problema del sistema.

Un aula que enseña a no incomodar

A lo largo de los años, hemos construido entornos escolares donde la obediencia emocional se premia como si fuera virtud.
– El estudiante que no participa pero no molesta.
– El que se queda callado aunque esté lleno de preguntas.
– El que hace lo que le dicen, incluso si no lo entiende o no lo comparte.
En muchos colegios, ese estudiante es el “modelo”. ¿El inquieto? ¿El cuestionador? Es visto como amenaza.
Pero ¿qué cultura se construye cuando se premia al sumiso y se castiga al pensante?
Una cultura donde el miedo es más fuerte que el deseo de aprender. Donde las reglas pesan más que las ideas. Donde los docentes se sobrecargan, no porque falte tiempo, sino porque sobra desmotivación. Porque sostener una comunidad sin espíritu es agotador.

El precio de una falsa calma

Cuando se instala la lógica del “aquí no se cuestiona”, lo que sigue es una comunidad enferma: pasiva, replegada, desconfiada. Las reuniones de profesores se llenan de silencios incómodos. Los apoderados se sienten excluidos. Los estudiantes aprenden a fingir emociones para sobrevivir.
Y cuando alguien alza la voz —un docente, un estudiante, un inspector, un directivo valiente— se lo tilda de conflictivo, de poco institucional, de no saber adaptarse.
¿Adaptarse a qué?
¿A la injusticia? ¿A la inercia? ¿A la mediocridad?

La obediencia no es sinónimo de respeto

En la cultura escolar chilena, muchas veces se confunde respeto con obediencia ciega.

Y eso perpetúa lógicas coloniales, jerárquicas, adultocéntricas.
Respetar a un docente no significa obedecerle en todo. Significa escucharlo, cuestionarlo con fundamentos, construir con él. Pero si el aula se convierte en un espacio donde el estudiante solo recibe —sin diálogo ni contradicción—, estamos enseñando no a pensar, sino a acatar.
Y eso es más fácil. Pero más peligroso.

Comunidades que educan… o que domestican

Un colegio puede tener excelentes resultados académicos, pero si lo logra anulando la voz de los estudiantes, no educa: adoctrina.
Puede tener cero conflictos, pero si lo logra a costa de la represión emocional, no forma: domestica.
Puede tener muy buen clima escolar en las encuestas, pero si todos están silenciados por miedo o apatía, ese clima es solo maquillaje.

Educar no es moldear para que todos encajen. Es abrir espacios donde cada quien descubra quién es, aunque eso incomode al sistema.
Un aula viva es ruidosa, incómoda, con preguntas difíciles. Es un lugar donde se puede llorar, dudar, equivocarse y comenzar de nuevo.
Porque si formamos personas solo para que encajen, estamos perdiendo lo más valioso: su singularidad.

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