Cuando la educación olvida al individuo: la traición silenciosa al mérito

bienestar, necesidad y desarrollo

El individuo como pilar ¿olvidado?

“El más pequeño minoritario del mundo es el individuo. Aquellos que niegan los derechos individuales no pueden pretender ser defensores de las minorías.”
— Ayn Rand

En el corazón de todo sistema educativo yace una elección filosófica fundamental: ¿educamos para formar personas o para administrar masas? La respuesta no es neutra, ni técnica, ni burocrática. Es profundamente política.

Durante décadas, la educación estatal en países como Chile ha oscilado entre dos extremos igual de peligrosos: la tecnocracia sin alma y la demagogia sin exigencia. En ambos casos, el gran ausente es el individuo. Ese ser concreto, irrepetible, con talentos propios, con una voluntad que necesita guía, no adoctrinamiento.

Ayn Rand, con la brutal claridad de quien no teme la impopularidad, advirtió esto con precisión quirúrgica:
“La educación que no forma individuos pensantes, forma autómatas obedientes.”

El colectivismo educativo: anestesia moral disfrazada de inclusión

El discurso educativo actual enarbola la inclusión, la equidad, la contención… y olvida el mérito. Hablar de esfuerzo es casi reaccionario. Hablar de talento, un pecado de elitismo. Todo debe ser para todos, aunque ese “todo” sea poco, mediocre, estándar, ¿igual?.
¿Y si el problema no es la falta de oportunidades, sino la renuncia estructural a la excelencia?

Hoy, muchos sistemas escolares castigan al que destaca.
— Si un alumno avanza más rápido, debe “esperar al resto”.
— Si un docente exige, se le llama poco empático.
— Si un colegio selecciona, es clasista.

La consecuencia: nivelación por lo bajo, miedo a sobresalir, resignación pedagógica.

Ayn Rand lo predijo: “No hay diferencia entre quien no puede y quien no quiere aprender, si el sistema premia a ambos por igual.

Educar no es sólo proteger: es, ante todo, desafiar

El propósito de la educación no es hacer sentir cómodos a los estudiantes. Es formarlos, sacudirlos, pulir su carácter y ampliar su conciencia.
La educación no es un abrazo eterno: es una fragua.

Y para eso, se requiere una ética que sostenga el mérito, la responsabilidad individual y la búsqueda del sentido. No un sistema que infantiliza hasta el cansancio, que transforma a los adolescentes en víctimas perpetuas y a los profesores en asistentes emocionales más que en formadores del juicio.

“Quien quiere proteger al niño de toda frustración, le roba el derecho a crecer.”

¿Dónde está el orgullo?

¿Dónde quedó el orgullo del conocimiento bien ganado?
¿Dónde quedó la dignidad de aprobar con esfuerzo y no por decreto?
¿Dónde quedó el carácter forjado en la dificultad?

La cultura escolar actual parece más preocupada de evitar conflictos que de generar excelencia.
Se prefiere no exigir antes que afrontar una queja. Se normaliza la mediocridad para evitar “segregar”.
Pero la vida no es inclusiva, y Rand lo sabía.
La vida exige. El mundo real premia resultados, no intenciones.

 “No puedes engañar a la realidad. Solo puedes engañarte a ti mismo.”

El aula como templo del yo racional

Ayn Rand no proponía egoísmo vulgar, sino responsabilidad radical. En su visión, educar era honrar la razón humana, no adormecerla con ideologías vacías que no sólo carecían de provecho real, sino que enemistaba a las personas.
El aula, entonces, debe ser un espacio donde se celebre:
El pensamiento propio.
La excelencia como aspiración legítima.
El trabajo duro como herramienta de redención.
La libertad como derecho, pero también como carga benéfica.

“Educar es enseñarle a un ser humano a pensar por sí mismo. Todo lo demás es adoctrinamiento.”

Contra la igualdad mal entendida

Este texto no es una apología de la exclusión, sino una crítica a la igualdad entendida como uniformidad.
No somos iguales. Algunos niños aprenden más rápido, otros escriben mejor, otros tienen una voz poderosa, más persuasiva o una mente matemática.
El rol de un sistema justo no es negar eso, sino apoyar a todos para que lleguen lo más lejos posible, no para que todos lleguen al mismo lugar.
La igualdad real es la del punto de partida, no la del resultado forzado.
Y sin libertad, el mérito es imposible.

Reivindicar al individuo es salvar la educación. Si la educación quiere tener futuro, debe volver a mirar al individuo.
No como cliente., no como cifra, no como parte de una “población escolar”; sino como sujeto de derechos, pero también de deberes. Como alguien que merece respeto, pero también desafío.
Como quien debe aprender a ser libre, aunque le cueste.

Esto es particularmente para los profesores:
No hay revolución más profunda que formar a alguien que piensa por sí mismo.
Y eso, amigos míos, es el verdadero acto revolucionario que las escuelas parecen haber olvidado.

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