La buena vida y la poca vergüenza

(¿De verdad? No lo creo)

No, la verdad es que ese refrán está mal.

Porque para descuidarse así, y no hacer lo que sabes que te hace bien, hay que tener, lamentablemente, mucha vergüenza y muy mala vida.
Ser sedentario jamás estará bien.
Cuando usas el auto hasta para ir a comprar pan o te da pereza subir una escalera… no, no es por la testosterona ni por la soya (lo lamento).
Es porque no te crees capaz. Porque tu mente no lo es.
Y si tu mente no puede, tu cuerpo tampoco podrá.
Y no es que el cuerpo sea débil —que sí, también lo es—
es que la mente es aún más débil, y empieza a levantar muros para evitar moverse, exigirse, cambiar.
La mente es floja. Y cuando no se entrena el hábito ni la disciplina, el cuerpo empieza a creérselo. A resentirse. A apagarse.

Yo, por ejemplo, estuve gordo. Lo sigo estando, pero menos.
Y lo que me repito día a día es simple: “No quiero más estarlo.”

Fui atleta en algún momento. Aprendí a entrenar por mi cuenta.
Llevo lesiones crónicas que nunca se han ido, pero que con ejercicio, duelen menos.
Eres tan fuerte como el eslabón más débil. ¿Pero si ese eslabón es tu cabeza?

Tengo camisas que no me quedan. Camisas que me recuerdan a mis mejores épocas.
Volveré a ellas.
No sé cómo. Quizá con cierto grado de autodestrucción en el proceso. Y sí, es verdad: no todo justifica el fin, los medios importan.
Pero también es verdad que he desperdiciado demasiado tiempo. He perdido oportunidades. Y ya no estoy para compadecerme más.
No lo necesito. No lo quiero.
No lo necesito para ser feliz, ni para ganar más dinero, ni para inspirar respeto o por la autocompasión de cumplir años o tener “otras prioridades”. No, ya nada de eso puede ser excusa.
Jamás debe ser el tono. Mucho menos el foco.

La guerra diaria

Llevamos a cuestas una guerra.
Una guerra espiritual, física, mental e intelectual.
Una guerra de propósito. De sentido.
Y es diaria.
Una guerra que intenta, paso a paso, desbaratar el presente si no nos ocupamos de lo que nos aqueja.
Y el peso no debe ser uno de esos enemigos.
No quiero ser abuelo de mis hijos.
Achacoso. Sin ganas. Sin energías.
No cuando puedo reír con ellos, cargarlos sobre mis hombros, mirarlos con orgullo.
Sí, lo lograré. Lo lograré.
Aquí voy de nuevo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *