No hace falta un terremoto para derrumbar una escuela.
Si formar personas es el trabajo más importante del mundo…

¿Por qué somos tan indulgentes con quienes lo hacen mal?”
A veces, basta un solo profesor: Uno solo. Maltratador, desconectado, irresponsable, arrogante… O simplemente, ausente. Uno que no prepara sus clases, que no cree en lo que hace, que entra al aula con hastío y se va sin mirar a nadie. Ahí tienes a un profesor que es capaz de derrumbar completa una institución educativa.
Y ese uno —solo ese uno— basta para contaminarlo todo.
Porque la mediocridad no solo se ve. Se huele. Se siente. Se infiltra en los pasillos, en las salas de profesores, en los WhatsApp de apoderados, en la cara del estudiante que dice “mejor ni intento, total, da lo mismo”.
El efecto dominó de la desidia
No hablamos aquí de errores humanos ni de cansancio legítimo. Hablamos de profesionales que han dejado de serlo y sin embargo siguen en pie como si nada. Hablamos del que no planifica, del que no corrige, del que grita, del que humilla, del que se burla de sus propios alumnos. Del que se esconde tras el fuero o los años de servicio.
Y entonces ocurre lo que nadie quiere decir en voz alta: el equipo completo se resiente.
Los demás profesores se sobrecargan: cubren horas, contienen conflictos, enfrentan apoderados.
Los estudiantes pierden el respeto: no distinguen entre uno que se la juega y uno que improvisa.
Los directivos se frustran: porque no pueden actuar, porque el sistema los ata, porque la burocracia protege al que no aporta.
La cultura escolar se intoxica: cuando no hay consecuencias, reina la impunidad. Y donde reina la impunidad, muere la motivación.
“¿Qué cultura puede crecer donde no hay justicia, donde el que lo hace mal no tiene consecuencia y el que lo hace bien termina sobrecargado?”

El costo humano del silencio
¿Y qué pasa con los apoderados? Lo mismo. Pierden la fe. Sienten que no vale la pena reclamar. Que nadie escucha. Que la escuela está capturada por una lógica perversa: la de aguantar, aguantar y aguantar. Hasta que el estudiante salga, “si ya le queda poco”.
Mientras tanto, ese mal docente sigue. Intocable. Cobrando su sueldo. Entrando tarde. O no entrando. Idiologizando. Maltratando a estudiantes sin que haya consecuencias. Dañando la imagen de todo un equipo. Porque el daño no se aísla. Se proyecta. Y duele.
¿Y si fuéramos justos?
Ser justos no es ser crueles.
Ser justos es poner el límite donde debe estar. Es proteger al estudiante y al colega que sí cree, que sí da, que sí educa con alma. Ser justos es decir, con firmeza: el que no aporta, debe salir. No con odio, con ética, con claridad: con gestión.
Porque cuando dejamos que el que no hace nada se quede, no solo premiamos la mediocridad. Castigamos al que hace todo.
Y el resultado es la desesperanza. El susurro constante en la sala de profesores: “¿Para qué me esfuerzo, si igual todos ganamos lo mismo?”. Esa frase, ese veneno, esa desilusión acumulada, es lo que destruye los proyectos educativos.
Una comunidad que se cuida… también se limpia
No se puede hablar de comunidad si no hay cuidado real.
Y el cuidado real implica decir lo incómodo: que hay profesores que no deben estar. Que no quieren estar. Que no pueden estar. Y que seguir permitiéndolo es una traición a los buenos. A los que aún creen. A los que cargan con todo.
Seamos honestos: si una escuela no tiene herramientas para actuar ante un docente que daña… no es una comunidad, es una cárcel.
