cómo la vocación sin límites puede volverse autodestructiva.
Cuando enseñar deja huellas en el cuerpo

No se trata solo de estrés. Tampoco de cansancio acumulado.
Hay veces en que enseñar, literalmente, enferma. El colon irritable que no cede. La gastritis que aparece cada marzo. El insomnio que te acompaña los domingos en la noche. Los músculos del cuello tensos como si cargaras no solo una mochila llena de pruebas, sino también las vidas que acompañas en el aula. Porque enseñar —cuando se hace con entrega— transforma el cuerpo en campo de batalla.
Y lo que se libra ahí no es una metáfora. Es una guerra silenciosa entre la vocación y la biología.

Lo pedagógico también pasa por la piel
El cuerpo del docente habla. Se contrae, se inflama, se rompe. La Organización Mundial de la Salud ha reconocido que el burnout no es un estado emocional transitorio, sino un síndrome asociado al contexto laboral crónico, especialmente en profesiones donde se trabaja con personas.
Pero hay algo más. En el caso del educador, el cuerpo no solo es víctima del agotamiento: es también el vehículo de la entrega diaria. Enseñar requiere voz, atención, presencia. Y cuando el entorno exige más de lo que el sistema puede sostener, el cuerpo responde. Y cobra.
Dermatitis, trastornos gastrointestinales, crisis de pánico, caída del cabello, desórdenes hormonales… No son exageraciones. Son síntomas de un sistema que exige entrega total, sin cuidar a quienes lo sostienen.
“La enfermedad no es un error de la biología. Es la expresión de una verdad que no hemos querido escuchar.” —Gabor Maté
La enfermedad como forma de resistencia
¿Y si el cuerpo se enferma no por debilidad, sino como forma de rebelarse? Esa es la propuesta del médico húngaro-canadiense Gabor Maté, quien plantea que muchas enfermedades tienen raíces emocionales profundas, y que el cuerpo enferma cuando ya no puede sostener más silencios.
En ese sentido, el docente que se enferma podría no estar fallando. Podría estar hablando con su cuerpo. Expresando, a través del malestar físico, lo que la cultura institucional niega: que sostener aulas, emocional y cognitivamente, tiene un precio biológico.

Biopolítica y docencia: el cuerpo como recurso institucional
Desde Michel Foucault podemos pensar este fenómeno también desde la biopolítica: el cuerpo del docente no solo le pertenece al docente, sino que también es administrado por el sistema. Horarios extendidos, sobrecarga administrativa, falta de descanso, presión por resultados… Todo apunta a una gestión del cuerpo como recurso funcional.
El sistema escolar se sostiene en cuerpos agotados, y la vocación muchas veces sirve como excusa moral para no mejorar las condiciones. Se romantiza la entrega, se endiosa el sacrificio.
Pero la realidad es otra: el cuerpo colapsa. Y cuando lo hace, ni la vocación ni las frases motivacionales alcanzan.
Educar con el cuerpo, pero sin entregarlo todo
La salida no es endurecerse ni deshumanizarse.
Es, quizás, aprender a habitar el aula desde la conciencia del límite. Cuidarse no es rendirse. Es resistir con inteligencia.
Cuidarse como docente es también un acto pedagógico. Enseña que el amor propio no se opone al compromiso, sino que lo sostiene. Que educar no debería ser sinónimo de desangrarse. Y que, si vamos a seguir en esto, necesitamos estar vivos, presentes y enteros.
“Ninguna vocación merece un cuerpo destruido.”
—Frase escuchada en la sala de profesores de un colegio rural.
Porque a veces el alma también se agota.
Y cuando eso pasa, es el cuerpo el que nos grita primero.
Escucharlo no es egoísmo.
Es —quizás— la única forma de seguir enseñando con sentido.