El aula como escenario: performatividad, conexión y el arte de enseñar

Creando una experiencia única

Un breve retrato de una sala de clases

Hay días en que uno no sabe como lo logró

Días en que apenas llegamos al aula. Con la espalda tensa, las manos ocupadas, la mente en otro lado. Y sin embargo… ahí estamos. Otra vez. Con treinta pares de ojos que nos esperan, que nos leen, que nos sienten. Y uno actúa. No por falsedad, sino por necesidad.

Porque enseñar —enseñar de verdad— es performativo. Es una mezcla inquietante entre la vocación y el despliegue escénico. No basta con saber, no basta con planificar: hay que sostener la atención. Hay que lograr que una explicación de sintaxis o de geometría sea también un pequeño espectáculo. Que haya humor, ritmo, pausas, silencios. Que algo pase en el aire. Que algo ocurra.

Uno se vuelve experto en medir climas. En leer gestos. En saber cuándo un chiste salva una clase. Cuándo hay que improvisar. Cuándo no decir nada. Es casi como tener un radar emocional constante, mientras se declama, se explica, se acompaña. Porque sí, a veces es declamación. A veces es actuación. A veces, pura fe.
Y esto no se enseña en la universidad.

Nadie nos dice que un profesor será también comediante, psicólogo, domador de fieras, malabarista. Nadie nos dice que habrá días en que la vida duele tanto, que entrar a clases se siente como trepar una montaña con los huesos rotos. Pero se entra. Se actúa. Se encarna el rol. No por hipocresía, sino por amor, por convicción, por dignidad.

¿pánico escénico?

Enseñar es tener público

Los estudiantes no son solo oyentes: son audiencia. Se ríen, se aburren, se desconectan, se fascinan. Evalúan con la mirada, con el cuerpo, con los gestos. Y uno aprende a leerlos como quien descifra códigos secretos.
Una buena clase no es solo contenido: es atmósfera. Es la capacidad de convertir el cansancio en energía, la rabia en humor, la frustración en un momento de ternura. Es encontrar, en medio del caos, un instante de sentido, una conexión, un silencio revelador o quizá una risa compartida.
Y cuando eso ocurre —cuando ocurre de verdad— no hay sueldo ni burocracia que lo opaque. Aunque luego volvamos a la rutina, a las planillas, a las reuniones que desgastan, a la soledad del profesor que no sabe si el próximo año tendrá suficientes horas… Aunque todo eso exista, ese instante se vuelve sagrado.

¿Payaso? ¿Maestro? ¿Ambos?

Hay docentes que graban sus clases (yo lo he hecho) y se descubren como personajes insospechados: su tono, sus gestos, sus muletillas. Como si se vieran desde fuera por primera vez. Y sienten pudor; risa; cariño; extrañeza. Porque, sin saberlo, han creado un estilo. Un acto. Una forma de habitar el aula que ya no es del todo consciente, pero que funciona. Porque conecta.

Ese es el arte silencioso del aula: el de ser maestro sin dejar de ser humano. El de desplegarse como figura de autoridad sin dejar de ser cercano. El de lograr que cada estudiante —aunque sea por un momento— crea que esa clase fue hecha para él.

Ese milagro pequeño, cotidiano y profundo. Eso que sólo quienes enseñan de verdad entienden.

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