Inclusión sin imposición: cuando la ideología reemplaza al sentido común

¿Inclusión, qué y cómo?

La inclusión es un deber ético

Pero jamás puede ser un mandato ciego.

En los últimos años, hemos presenciado un impulso potente —y muchas veces necesario— por avanzar hacia comunidades educativas más inclusivas, diversas y respetuosas de todas las identidades, condiciones y trayectorias vitales. Sin embargo, cuando ese impulso se transforma en una imposición sin escucha, cuando deja de ser diálogo y se convierte en dogma, no solo genera rechazo: rompe tejido.
Muchos docentes hoy se sienten obligados a adherir a discursos que no siempre comprenden del todo, o con los que, aunque estén de acuerdo en su principio, discrepan en su forma de implementación. No lo dicen, porque hacerlo puede costarles el puesto, el prestigio o el respeto institucional.
Pero el silencio es una forma de violencia simbólica. Y el miedo, por acumulación, se vuelve fractura.

Cuando todos asienten, pero nadie “cree” del todo

Los profesores son, por definición, trabajadores del vínculo. Pero ese vínculo se resiente cuando no hay honestidad. Muchos directores y equipos de liderazgo también dudan, también tienen preguntas, también ven cómo se fuerza la maquinaria institucional en nombre de una inclusión que a veces parece más una consigna que un proceso.
La inclusión no puede ser verdadera si solo se construye desde el tope de la pirámide. No puede ser horizontal si se instala desde la amenaza velada, la capacitación obligatoria, o el “esto es así y punto”.
La educación es, por esencia, una comunidad: y las comunidades no se construyen desde el miedo.

¿Y si nos atreviéramos a decir que no todo lo que se llama inclusión es realmente inclusivo?

Decirlo no es ser retrógrado. No es ser homofóbico, capacitista, transfóbico o discriminador. Decirlo es tener la madurez para problematizar incluso aquello que parece incuestionable.
Hay contextos en que la “inclusión” ha generado mayor fragmentación. Hay aulas donde el estudiante con necesidades complejas no está contenido, pero sí exige la totalidad de la atención del docente, generando un abandono tácito del resto del grupo.
¿Eso es inclusión? ¿O simplemente delegar el problema al eslabón más delgado de la cadena?

Una inclusión sin diálogo se vuelve imposición

Incluir no es disolver lo común.

Las escuelas deben abrirse, claro que sí, pero no pueden disolverse.
No pueden perder su cultura, su lenguaje, su coherencia pedagógica, su identidad comunitaria. No puede exigirse al profesor que incluya a toda costa si no se le entrega la formación, el apoyo, la infraestructura y los tiempos necesarios.

Y mucho menos puede culpársele moralmente por no saber cómo hacerlo.
Los padres también lo sienten. Algunos lo comentan con miedo, otros con rabia. Temen que sus hijos estén aprendiendo menos, que se les exija menos, que el aula ya no sea un espacio de exigencia formativa, sino de acomodo constante.
No todos los temores son prejuicio. Algunos son legítimos. Otros son mezcla. Pero en todos hay humanidad. Escucharla no nos vuelve conservadores, nos vuelve sensatos.

¿Qué pasaría si pensáramos la inclusión como un acuerdo colectivo, y no como un decreto?

La inclusión no es unívoca. No es un conjunto cerrado de ideas.

Es, o debiera ser, un proceso situado, contextual, flexible.
Un acuerdo colectivo sobre cómo convivir mejor, cómo garantizar equidad, cómo corregir desigualdades sin crear nuevas formas de tensión.
Pero para eso hace falta lo que hoy parece faltar en todos los niveles: confianza, escucha y coraje.

Porque cuando la inclusión se convierte en religión, deja de ser educación.

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