Otro tipo de rutina
El rito invisible de enseñar

Cada clase es igual y sin embargo distinta. Cada gesto, cada pausa, cada silencio… es también una forma de amor
Hay una rutina que no se cuenta. La de quienes entramos al aula cada día, sabiendo que diremos las mismas palabras, que haremos los mismos gestos, que responderemos las mismas preguntas con la misma sonrisa. Hay algo de teatro, sí, pero también algo de rito. Como si cada clase —aunque repetida— fuera también una forma de cuidar, de sostener, de ofrecer presencia.
No hay reflectores. No hay aplausos. Solo un espacio que se transforma cuando uno entra. Porque enseñar no es solo transmitir contenido: es encarnar una forma. Y esa forma es exigente, inexacta, invisible.
Una Herramienta pedagógica
El cuerpo como mensaje
Decía Roland Barthes que “el cuerpo del hablante escribe un segundo texto”. El aula, entonces, está llena de cuerpos que significan. El del profesor que se mueve, señala, duda, improvisa. El de los estudiantes que observan, bostezan, ríen, se cruzan de brazos. Hay una dramaturgia silenciosa que ocurre más allá del temario. Enseñar es también escenificar.
Uno aprende a controlar la voz como un instrumento. A usar el humor como anzuelo. A moverse como si el desplazamiento también fuera didáctico. Y sin embargo, todo eso cansa. Cansa el cuerpo. Cansa el alma. Pero se sigue. Porque el aula es una especie de pacto: yo vengo a ofrecerme entero, ustedes deciden si me reciben.
dinámicas diarias
La repetición como acto creativo
Jorge Larrosa dice que educar no es producir, sino dar tiempo y forma a lo que aún no se ha dicho. Repetir no es simplemente replicar. Es recrear. Es volver a hacer con conciencia. Es transformar la rutina en algo que todavía respira. Quien ha enseñado la misma clase cuatro veces en un día sabe que no hay dos iguales. Que cambia el aire. Cambia el ánimo. Cambia uno mismo.
Y sin embargo, hay algo misterioso que permanece: una cierta cadencia, un tono emocional, un gesto que ya se volvió propio. Como los actores que afinan una escena sabiendo que cada noche será distinta. Enseñar es eso: crear en la repetición sin volverse mecánico. Sostener el arte sin perder la humanidad.


Mirarse desde fuera
El acto educativo implica saberse un engranaje de una máquina que a diario se ajusta con cada movimiento
Quien haya grabado alguna vez sus clases y se haya mirado desde fuera sabe lo que esto significa: pudor, risa, ternura, crítica. A veces uno se reconoce como un payaso involuntario, como un actor exagerado, como un sabio cómico. Y eso también es enseñar. Es haber aprendido que el saber no llega sin emoción. Que una broma a tiempo puede abrir más que una fórmula. Que un silencio bien puesto puede sanar.
Mirarse desde fuera es ver que uno ha construido una forma. Que, sin saberlo, uno se ha vuelto un personaje: no falso, pero sí escénico. Uno que no actúa por impostura, sino por amor. Por entrega. Por necesidad de llegar.

El rito invisible de enseñar
En un mundo que mide resultados, cronometra tiempos y exige productividad, enseñar de esta manera —desde la forma viva— es un acto de resistencia. Un gesto político. Un arte invisible. Y cada día que uno entra al aula con el cuerpo cansado pero el alma en alto, se honra ese arte.
Quizá por eso, cuando la clase termina y los estudiantes se quedan un segundo más —una risa que persiste, una mirada que agradece, un “profe, me gustó la clase”—, uno vuelve a sí. Se perdonan las humillaciones. Se alivia el cansancio. Y por un instante, todo tiene sentido.