La trampa de ser útil: el dilema del educador que exige obedecer más que pensar

¿Cómo enseñamos, hasta “dónde” enseñamos?

Una escuela que educa para obedecer no educa: adiestra

El espejismo de la utilidad.

Vivimos en un sistema escolar obsesionado con la utilidad. Todo debe ser medible, visible, eficiente. Los profesores somos arrastrados, muchas veces sin quererlo, hacia ese paradigma: planificaciones alineadas, resultados esperados, habilidades por lograr. Todo se vuelve funcional. Todo debe servir para algo. Y si no sirve, se desecha.

Pero, ¿servir a qué? ¿A quién? ¿Cuál es el precio que paga un estudiante por ser “útil” en un sistema que muchas veces lo necesita obediente, pero no lúcido?

En nombre de la utilidad, muchos docentes terminan exigiendo más sumisión que pensamiento. Más silencio que crítica. Más cumplimiento que creatividad.

La obediencia como virtud institucional

No es casual: el sistema premia al que se adapta. Al niño que no molesta. Al joven que repite lo que se espera. A la profesora que no cuestiona. La obediencia se disfraza de responsabilidad, y la docilidad se celebra como madurez.

Y sin embargo, no hay nada más peligroso para una democracia viva que una escuela que no enseña a pensar.
Muchos profesores, incluso con buena intención, terminan perpetuando una lógica donde se castiga la rebeldía creativa y se ensalza el rendimiento acrítico. No por maldad, sino por inercia institucional.

El dilema del docente atrapado

Aquí aparece el verdadero conflicto: ¿cómo liderar un aula desde la libertad cuando se trabaja en un sistema que exige control? ¿Cómo invitar a pensar si al mismo tiempo se exige cumplir sin chistar?
La trampa es sutil pero devastadora: en nombre de la eficiencia, el profesor deja de ser un educador para convertirse en un gestor de obediencia. A veces incluso sin notarlo.
Y lo que es peor: comienza a exigir de sus estudiantes lo mismo que a él le han exigido. Obediencia. Productividad. Callar. Repetir. Cumplir.

Recuperar la libertad como norte pedagógico

Ser útil no es malo. Pero cuando la utilidad se convierte en el único criterio, se pierde el alma del acto educativo.

La educación deja de ser encuentro, riesgo, descubrimiento, y se convierte en un proceso de domesticación.
La libertad, por el contrario, incomoda. Desordena. Tensa. Pero también permite pensar, elegir y crecer.
Un sistema que educa para la libertad —aunque duela, aunque sea menos eficiente en apariencia— forma seres humanos capaces de resistir, de crear, de elegir su camino. Y eso, aunque no siempre se vea en el SIMCE ni en el Excel del directivo, es profundamente revolucionario.

Tal vez llegó el momento de dejar de formar estudiantes útiles, para comenzar a formar estudiantes libres. Tal vez ser profesor hoy, en este contexto, exige una rebeldía silenciosa: la de enseñar a pensar, incluso cuando no se nos pide hacerlo.
Y tal vez, en el fondo, esa sea la única forma digna de ser realmente útiles.

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