A veces, lo único que queda del día es el dolor en la garganta… y la sensación de haber dado todo por algo que no siempre vuelve.
Hay dolores que no se ven. Dolencias pequeñas, repetitivas, que no generan licencia médica, pero que desgastan lenta y silenciosamente. Uno de ellos, en el mundo docente, es la pérdida o fatiga vocal. Ese ardor al final de la jornada, esa ronquera que se vuelve habitual, ese susurro en vez de voz cuando llegamos a casa. Pero no es solo la garganta. Es el cuerpo entero diciendo: estoy cansado de sostener tanto.
Porque enseñar no es solo hablar. Es proyectar, modular, improvisar, convencer, ordenar, contener. Es actuar sin pausa. Y en esa actuación diaria, la voz se vuelve una herramienta y una víctima. En Chile, más del 60% de los profesores ha presentado síntomas de disfonía o problemas vocales al menos una vez al año. Y sin embargo, se normaliza. Porque parecería que es parte del oficio “quedarse sin voz” o “seguir igual aunque duela”. Como si doler fuera una parte implícita de enseñar. Pero detrás del desgaste vocal hay otra cosa: el alma que también se agota. Hablar fuerte para hacerse escuchar. Subir el tono para mantener el orden. Acentuar palabras para que algo quede. Repetir porque no escucharon. Gritar, a veces, por impotencia. Y al final del día, la voz es solo un reflejo de cuánto pusiste de ti.
La voz es también el alma del docente. Y cuando la voz se rompe, muchas veces también lo hace la motivación, la paciencia, la esperanza. La educación moderna exige resultados, planificación, innovación, pero olvida algo básico: el cuerpo del docente también educa. Y no es eterno. No es invencible. Cada palabra dicha en el aula tiene un costo energético. Cada día sin cuidarse tiene un precio acumulativo. Y eso, rara vez se conversa.
¿Qué nos está diciendo el cuerpo?
Nos dice que necesitamos pausas. Que los recreos también son para respirar. Que no se puede hablar sin fin como si fuéramos grabadoras. Que cuidar la voz no es debilidad, es conciencia profesional. Nos dice que la pasión no debe anular el autocuidado. Que no hay vocación que valga si terminamos exhaustos, rotos o enfermos. Y nos dice que quizás, por fin, debamos dejar de romantizar el sacrificio docente.
Una cultura educativa que abrace el cuerpo
Los colegios deberían contar con apoyo fonoaudiológico, talleres de cuidado vocal, espacios para hablar del cuerpo que enseña. Los equipos directivos deberían velar porque no todo se sostenga a punta de esfuerzo personal. Y nosotros, los profesores, deberíamos aprender a escuchar los primeros síntomas del cansancio físico antes de que se vuelva costumbre.
Porque si queremos enseñar con sentido, también tenemos que aprender a hablarnos a nosotros mismos con cariño. Y a veces, el mayor acto de rebeldía no es gritar más fuerte… sino guardar silencio a tiempo.