¿Quién educa al educador roto?

Dialécticas

Ética, trauma y poder en la sala de clases

“Donde hay poder, hay resistencia.
— Michel Foucault

Hay profesores que enseñan desde su herida.
Hay docentes que, sin saberlo, ejercen violencia simbólica desde el cansancio, la frustración o el trauma no resuelto.
Y hay comunidades escolares enteras que normalizan ese dolor como parte del oficio.
El aula, que debería ser un espacio de encuentro y elevación, muchas veces se convierte en un campo de batalla emocional, donde el desequilibrio de poder entre quien enseña y quien aprende no solo es estructural, sino también afectivo. ¿Quién repara a un educador que lleva años enseñando desde el resentimiento? ¿Quién acompaña al que, agobiado, ya no educa, sino que impone, corrige, se desquita?

La sala como espacio de poder

Foucault fue claro: todo acto pedagógico es también un acto de poder. No lo decía para desprestigiar la educación, sino para revelarnos su naturaleza política. Enseñar no es neutro. Todo lo que hacemos —la forma en que hablamos, evaluamos, corregimos, incluso cómo miramos— construye relaciones de dominación o emancipación.
Cuando ese poder se ejerce desde una biografía dañada, desde una emocionalidad rota, el aula se transforma en una proyección del trauma no resuelto. No hablamos aquí de maldad, hablamos de dolor enquistado. Del profesor que fue humillado en su formación y ahora repite el patrón. De la docente que nunca fue reconocida y ahora necesita control total para sentirse segura.
Y el sistema lo permite. Lo normaliza. Lo esconde.

La sociedad del cansancio y el docente sin alma

Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, plantea que hemos pasado del deber al rendimiento. Ya no somos sujetos disciplinados por órdenes externas, sino sujetos autoexplotados, que se exigen más de lo que un jefe jamás se atrevió a pedir. El docente no escapa a esta lógica: prepara clases en la noche, planifica en fines de semana, corrige en la madrugada.
En este modelo, el profesor se vuelve emprendedor de sí mismo, cargando con la culpa si algo falla, como si la precariedad fuera resultado de su falta de motivación y no de un sistema que le exige sin cuidar. Este cansancio crónico no solo enferma el cuerpo: desvincula el alma de la vocación, y convierte al aula en un lugar de sobrevivencia emocional.
Un profesor que sobrevive no puede inspirar.
Un docente sin descanso no puede sostener.

Ética y responsabilidad: educar sin herir

¿puede alguien enseñar sin haber hecho un trabajo interior profundo?

¿Tenemos derecho a tocar la mente de un niño si no hemos revisado nuestras propias sombras?
Educar es una forma de influencia íntima. Y como toda influencia, puede curar o puede herir. No basta con saber la materia. Hay que saber mirarse, saber cuándo uno se está convirtiendo en parte del problema. Hay que tener la valentía de preguntarse:
¿Estoy enseñando desde mi herida o desde mi sanación?
Porque educar, al final, es un acto de amor o de poder.
Y cuando el amor no está, el poder lo reemplaza.
Y cuando el poder es ciego, aparece el abuso.

“Te formas para no volver a ser quien fuiste, pero educas para que otros tampoco repitan tu herida.”

La sociedad necesita educadores lúcidos, no perfectos.
Profesores que se atrevan a sanar, no a reprimir.
Escuelas que formen sin replicar cadenas invisibles.
Y un sistema que entienda que nadie puede enseñar bien si está quebrado por dentro.

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