¿Te volviste ese profesor que juraste nunca ser?

Hay una figura que ronda los pasillos de todos los colegios…

No aparece en los libros ni en los manuales pedagógicos, pero todos saben de quién se habla cuando se le nombra. Es ese profesor que da miedo, que amarga, que humilla. Ese que se escuda en el currículo para ejercer control, que habla más alto que todos para no escuchar lo que lleva dentro. El que grita sin razón, el que castiga con crueldad. Ese que, en lugar de educar, reprime. Ese que tú, alguna vez, juraste no ser.
Y sin embargo, a veces, cuando te escuchas en la sala o te miras en el reflejo de tus alumnos, te das cuenta de que algo se ha roto. Algo se ha deslizado lentamente y, sin darte cuenta, te pareces demasiado a ese maestro que tanto criticabas.

Dime qué te falta… y te diré cómo haces clase

La docencia no es sólo un acto de enseñanza, es una forma de estar en el mundo. Y muchas veces, quienes llegan rotos a la sala terminan rompiendo a otros. Porque no se trata de saber mucho, ni siquiera de tener metodologías sofisticadas: se trata de humanidad. De no desquitarse, de no usar a los estudiantes como chivo expiatorio de las frustraciones que uno carga desde casa, desde la vida, desde la infancia.
Ser profesor no te da derecho a humillar, a maltratar, a ejercer tu dolor como si fuera autoridad. No puedes usar la pedagogía como escudo ni como arma. Porque entonces te vuelves parte del problema. Te conviertes en ese docente que marca para mal, que deja cicatrices en lugar de huellas.

La frustración no puede ser el modelo

Claro que es duro el sistema. Claro que la falta de reconocimiento duele. Claro que muchas veces la precariedad del aula, la violencia, el agotamiento y la falta de apoyo institucional nos van quebrando. Pero nada justifica traspasar esa carga a quienes ven en ti una figura formativa. Si eres profesor, tienes poder. Y con ese poder viene una responsabilidad ética.
Si cada día llegas a clases con amargura, con rabia contenida, con una necesidad de imponerte, entonces hay algo que debes revisar. Porque hay un límite entre el cansancio y la crueldad. Entre la firmeza y la represión. Y ese límite se cruza fácil si uno no se da cuenta.

¿Te volviste ese viejo de mierda del que tus alumnos hablarán durante años?

No confundas respeto con miedo.

A veces creemos que tener el control es que nadie hable, que nadie cuestione, que nadie desafíe. Pero eso no es respeto, es sumisión. Y la sumisión no educa, sólo domestica. Educar es provocar pensamiento, es desafiar e incluso incomodar: pero siempre desde el cuidado; desde el vínculo; desde el deseo de ver crecer al otro.
Si tus estudiantes te tienen miedo, no te respetan: se protegen. Y esa protección emocional que desarrollan los aleja del aprendizaje, de la confianza y de la posibilidad de construir algo verdadero contigo.

Tal vez ya no te escuchas. Tal vez ya no te ves. Tal vez ya no recuerdas cuándo fue la última vez que disfrutaste enseñar, que escuchaste a un estudiante sin prejuicio, que entraste al aula con alegría. Tal vez solo sobrevives.
Pero estás a tiempo: siempre estamos a tiempo. A tiempo de pedir ayuda. A tiempo de ir a terapia, a tiempo de mirar hacia el cielo. A tiempo de decir basta. A tiempo de renunciar si ya no puedes. A tiempo de recuperar el alma antes de que el sistema te devore entero.
Porque si enseñar se vuelve una forma de castigo, si el aula se convierte en un espacio de descarga emocional, si tus alumnos son solo objetos que deben obedecer, entonces perdiste el sentido. Y eso, más que trágico, es algo evitable.

Tú no naciste para destruir. Naciste para formar, para crear.
Y si alguna vez juraste no ser como ese profesor terrible que te marcó, honra esa promesa. Vuélvete el docente que necesitabas cuando eras niño. Vuelve a mirar con ternura, vuelve a sentir orgullo. Vuelve a ser humano.
Tus estudiantes lo merecen. Pero tú también.

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