No todos los traumas vienen de la infancia hogareña.
Algunos nacen en una sala de clases.
Allí, entre el olor a plumón seco y los cuadernos a medio llenar, hay quienes aprendieron que equivocarse era exponerse. Que levantar la mano era arriesgarse a la humillación. Que estudiar no era suficiente cuando el profesor ya había decidido a quién creerle y a quién mirar con desdén.
Todos —tarde o temprano— tuvimos un profesor que nos quebró. Que no nos vio. Que nos encasilló. Que nos trató como error más que como promesa. Y aunque hayan pasado años, esas cicatrices no desaparecen fácilmente. Algunas personas, incluso hoy, sienten ansiedad al mirar una pizarra. O al hablar frente a otros. O al equivocarse en público. La pedagogía, cuando se tuerce, no solo falla en su misión: destruye.
La psicología del poder mal ejercido
El aula es un microcosmos de poder. Hay una figura que sabe —o al menos se le atribuye ese saber— y hay otros que deben escuchar, responder, obedecer. En ese escenario, un profesor frustrado puede convertirse en un tirano. Y peor aún: en un replicador del daño que nunca logró sanar. Muchos docentes arrastran heridas propias. No fueron valorados en su infancia. Fueron humillados por sus propias figuras de autoridad. Se sintieron invisibles en el mundo laboral o despreciados por sus pares. Y ese dolor, si no se trabaja, se convierte en pedagogía torcida: en sarcasmo, en favoritismo, en gritos. En miedo. Erich Fromm decía que “el amor maduro dice: te necesito porque te amo; el amor inmaduro dice: te amo porque te necesito”. En educación, algo similar ocurre: hay quienes necesitan dominar para sentir que valen, y hay quienes enseñan porque aman la posibilidad de ver crecer al otro.
El legado del maltrato: generaciones enteras rotas en su potencial
Un solo profesor puede marcar la vida de una persona. Para bien o para mal. Paula, por ejemplo, odió las matemáticas durante años, incluso hasta hoy. No porque no pudiera aprenderlas, sino porque una profesora la gritaba frente al curso, la hacía pasar a la pizarra a resolver ejercicios sin prepararla lo suficiente; la comparaba, la ridiculizaba. ¿El resultado? Paula dejó de creer en sí misma en esa área. Y eso —la autopercepción— puede tardar décadas en recomponerse.
La lógica del “así aprendí yo” no es una justificación ética ni profesional. Lo que nos formó desde el dolor no necesariamente es lo que debemos perpetuar. A veces, los métodos que nos “funcionaron” lo hicieron a un costo demasiado alto: nuestra confianza, nuestra libertad, nuestra voz.
¿Qué profesor estás siendo tú hoy?
La pregunta es incómoda, pero necesaria. ¿Eres el maestro que ayuda a sanar o el que multiplica las heridas? ¿Usas tu experiencia como herramienta o como escudo? ¿Eres justo o temes perder el control y por eso dominas? Hay que atreverse a mirar hacia dentro. Educar es también asumir que hay heridas que debemos revisar si no queremos que otros las hereden. El aula no puede ser el lugar donde pagamos nuestras frustraciones personales. No puede ser el escenario donde volcamos nuestras sombras sin conciencia.
Volver a empezar: el aula como espacio de redención
Podemos ser mejores: para ellos; para nosotros.
No todo está perdido. A veces, los peores recuerdos se transforman en brújula. Muchos docentes actuales son buenos precisamente porque conocieron a uno malo. Y prometieron no parecerse a él. Y lo cumplen. Enseñan con ternura, con rigor, con justicia. No buscan obediencia ciega, sino transformación real. Hay algo profundamente humano en reconocer que también hemos sido heridos por el sistema. Que todos cargamos algo. Pero también es profundamente valiente usar esa herida como impulso, no como justificación.
Que tu herida no se convierta en método. Que tu historia no repita el ciclo. Que tu voz, en el aula, nunca se parezca al grito que un día te rompió.
El llamado que ya no puede esperar
Si no detenemos esta lógica, si no recuperamos el derecho y el deber de educar con firmeza, seguiremos criando generaciones que confunden libertad con capricho, y empatía con debilidad. Educar no es adaptarse a cada berrinche. Es enseñar que los límites construyen, que la frustración es parte de la vida, y que quien te corrige no te odia: te ama lo suficiente como para no dejarte caer.
Este artículo es un grito que muchos profesores no pueden dar. Es también un espejo para los padres que aún creen que formar es una tarea colectiva, no una disputa de egos. La educación debe recuperar su lugar. Y el respeto al maestro, también.