Hay quienes no miran con nostalgia su infancia escolar, sino con un nudo en la garganta. Porque detrás de cada timbre, de cada cuaderno, de cada pizarra… hay también un rostro que gritaba, una mano que humillaba, una voz que nunca debió decir lo que dijo. Sí, todos tuvimos un profesor que admiramos. Pero muchos —demasiados— también tuvimos uno que nos lastimó.
La violencia que se disfraza de enseñanza
No siempre gritan. No siempre golpean. Pero hay profesores que hieren con silencios, con miradas que juzgan, con indiferencias que matan la autoestima. Te pasaban a la pizarra no para enseñarte, sino para exhibirte. Te hacían sentir tonto, lento, menos. Se reían con sus favoritos mientras tú te mirabas a cualquier lado o esbozabas una sonrisa nerviosa. Y esa herida quedó. No por lo que no aprendiste… Sino por cómo te sentiste.
Lo que se graba en la piel y en el alma
Quizá hoy tienes 30, 40, 50 años. Y aún no puedes mirar las matemáticas sin un escalofrío. No por los números… sino por aquella profesora que te llamó burro delante de todos. Que te etiquetó. Que te hizo dudar de tu inteligencia cuando apenas eras un niño. ¿Sabes qué es lo más triste? Que lo creíste. Y que quizás aún cargas con esa mentira como si fuera verdad. Pero no fue tu culpa.
Los niños no siempre olvidan… pero aprenden a sobrevivir
Muchos hicimos lo que pudimos: Nos reímos para no llorar. Bajamos la cabeza para no molestar. Nos hicimos invisibles para no ser el siguiente. Y así… aprendimos a no confiar. A no preguntar. A no brillar. Porque entendimos que hacerlo podía costarnos una burla, un grito o una humillación pública.
Ese trauma tiene nombre. Y también tiene salida. Se llama violencia simbólica. Se llama maltrato educativo. Se llama abuso de poder. Y aunque no se hable suficiente de ello, existe. Habita en muchas salas de clases donde el poder se ejerce con ego, y no con amor. Pero hay algo que quiero decirte hoy, aunque ya seas adulto: No era tu culpa. Nunca lo fue. No eras tonto. No eras flojo. No eras débil. Solo eras un niño enfrentando a un adulto que olvidó que lo fue alguna vez.
Educar es sostener, no aplastar
El verdadero docente no busca obediencia ciega.
Busca despertar lo mejor del otro. Y eso nunca, nunca se logra desde el miedo. Hoy tú puedes ser madre, padre, docente, líder; y tienes la posibilidad de romper ese ciclo. De no repetir: de sanar. Porque también, en algún momento, tuviste a alguien que sí te miró con ternura.Que sí creyó en ti. Que sí te levantó cuando estabas por caer. A ese profesor… dale las gracias. Y al otro… déjalo ir. Pero no sin antes reconocer lo que te dolió. Porque solo lo que se reconoce, se transforma.
Este texto es para Paula. Y para todos los que alguna vez se sintieron pequeños en una sala de clases. Que no pudieron defenderse. Que se tragaron las lágrimas. Que crecieron con miedo a levantar la mano(porque levantar la mano o dejar de hacerlo es tomar una decisión, es mirar a tu jefe a los ojos, es rebelarte ante la injusticia… es más que hacer una pregunta al profesor… es mucho más.)
Hoy, ese niño tiene voz. Hoy, ese niño puede ser mejor. Puede sanar. Y puede amar su historia, más allá de sus cicatrices.